De entre todas las meadas fuera del tiesto protagonizadas por los presidentes de Gobierno de nuestra inmadura democracia, han pasado a la reciente (intra)historia de la embriaguez administrativa aquella temeraria defensa del vino con la que Aznar se empeñó en arruinar el inocente "Si bebes, no conduzcas" de Stevie Wonder, y el eufórico "¡Viva el vino!" de Rajoy, que ha venido a sustituir de manera cachondona al "Viva España, viva el Rey, / viva el orden y la Ley" del 'Himno de la Guardia Civil' en multitud de celebraciones.
Pese a estas y algunas otras salidas de tono, los presidentes españoles nunca han sido grandes bebedores ni (mucho menos) grandes entendidos en el (para ellos) inescrutable mundo del vino. El que fuera durante treinta y dos años jefe de cocina del palacio presidencial, Julio González de Buitrago, acaba de publicar, ahora que se lo ha permitido su jubilación, La cocina de la Moncloa, un volumen en el que, más allá de las obviedades anunciadas por su título, se adentra en las filias enológicas de los inquilinos que han ido pasando por dicha residencia a lo largo de esas tres décadas largas, cuyo relato se detiene antes de la llegada de Rajoy a la presidencia.
Parece ser que la cocina gubernamental pasó del extremo en el que se instaló la familia Aznar, muy dada a los excesos cotidianos (con especial incidencia en percebes, centollas y helados de café), a la austeridad de la era Zapatero, donde se servían, mayormente, verduras para comer y ensaladas para cenar. Y algo parecido sucedía a la hora de regar los banquetes. Suárez, Calvo-Sotelo y Zapatero no bebieron mucho más de lo aconsejado por el protocolo y la bodega de Moncloa nunca se contó entre sus preocupaciones.
Distinto es el caso de Felipe González y José María Aznar, que ejemplificaron al máximo nivel la guerracivilista división que aún hoy se sigue dando entre los partidarios de Rioja y los de Ribera del Duero, aunque resulta obligado reconocer que el presidente socialista fue el encargado de incluir los vinos de Jerez en la rutina monclovita; y eso le honra.
Al margen de gustos enfrentados, la principal conclusión que se puede extraer del análisis pormenorizado de los caldos consumidos en público y en privado por los máximos mandatarios españoles es una generalizada actitud conservadora. A la hora de entregarse al bebercio, como en la mayoría de sus discutibles decisiones, los presidentes parecen dejar aparcadas las ideologías y dejarse llevar por el interés general, por la mayoría (más o menos) silenciosa, por lo malo (y lo no tan malo) conocido.
Por la bodega del palacio de la Moncloa han corrido en estos (seudo)democráticos años ríos de CVNE, Contino, Torres, Marqués de Cáceres, Marqués de Riscal, Marqués de Monistrol, Viñas del Vero, Juvé y Camps, Lustau, Vega Sicilia, Protos, Matarromera, Dehesa de los Canónigos, Mauro, Valduero, Pérez Pascuas, Pesquera, Recaredo, González Byass... Ríos archiconocidos a los que al tabernero y a mí, que hemos pasado la tarde hablando del gobierno, nos cuesta encontrarles algún afluente que denote riesgo o aventura. Pero es que la política se ha tomado al pie de la letra la recriminación que hizo Eugenio d'Ors al joven que derramó en su presencia una botella de champán probando una nueva técnica de descorche: "Los experimentos, con gaseosa".