Somos horteras hasta para premiar. Justo ahora que hemos conseguido pinchar (ojalá que irreversiblemente) la burbuja megalómana, ahora que la (de)construcción abracadabrante está de ca(s)pa caída, ahora que los presupuestos elefantiásicos duermen el sueño de los (in)justos... justo ahora, en fin, que los medios de comunicación de masas comienzan a preguntar(se) si será verdad que se acerca el final de la arquitectura del absurdo, a nuestros gerifaltes culturales no se les ha podido ocurrir una idea más brillante que nombrar Príncipe de Asturias de las Artes a Frank O. Gehry, un estomagante fulano obsesivamente empeñado en retorcer (literalmente) la realidad en sus arquitectónicos desvaríos. El acta del jurado, entre cuyas lumbreras se encuentra madame Foster (o sea, Elena Ochoa, efímera sexóloga catódica y pretenciosa mecenas cultureta cuyo bagaje se limita a vivir a la sopa boba) no tiene desperdicio: "Sus edificios se caracterizan por un juego virtuoso con formas complejas, por el uso de materiales poco comunes, como el titanio, y por su innovación tecnológica, que ha tenido repercusión también en otras artes". Raro, raro, raro, que diría 'Papuchi'.
Pero no todo el mundo parece de acuerdo con esa tesis. Como recuerda Mónica Zas Marcos en una de las crónicas de urgencia publicadas estos días, la de Gehry "no es una arquitectura con la que sea fácil comulgar, sobre todo por los costes que suponen siempre sus grandilocuentes proyectos. En el sector hay quienes le consideran un genio innovador y otros que piensan que es una burda imitación multimillonaria de Salvador Dalí. Uno de los más críticos es el profesor y ex presidente de la Universidad de Boston, John Silber. Con su libro Architecture of the Absurd: How 'Genius' Disfigured a Practical Art, dirigió un cañón de agua fría hacia Gehry, acusándole de hacer triunfar el capricho sobre la racionalidad". Y no es el único. Esteban Ramón añade a la lista de enemigos íntimos de míster Gehry a "la corriente más funcional y cartesiana de la arquitectura", que reprocha al proyectista norteamericano "que sus edificios desperdician recursos estructurales en beneficio de formas sin utilidad".
"La arquitectura atroz", sostiene el genial Cristian Campos, "es a la arquitectura lo que Rossy de Palma al canon de belleza femenina. Algo considerado por la sabiduría popular como feo pero aún y así magnético y de lo que no puedes apartar la vista por más que lo intentes con toda tu alma". Lo mismo que un reciente artículo publicado en El País denominaba "gran arquitectura" para referirse discreta aunque publerinamente a "esa arquitectura faraónica y de presupuestos megalómanos con la que decenas de arquitectos estrella de todo el mundo engatusan a esos parvenus provincianos con ansias de pisto social a los que nosotros llamamos políticos". La obra (sin gracia) de unos diseñadores a los que el puñetero Campos atiza sin piedad: "Luego ves las casas de los arquitectos que han construido esos horrores... ¡y son todas convencionales! Con sus suelos de madera, sus ventanas, sus jardines y sus terrazas. Pero a la hora de ponerse a diseñar parecen poseídos por el espíritu de los materiales más sucios, incómodos y desagradables que han sido capaces de encontrar y de distribuir en las disposiciones más absurdas imaginables".
Con estas maledicencias nos desahogamos el tabernero y un servidor (que defendemos la calidad de la construcción por encima de la plasticidad de las formas) al tiempo que, por nuestra cuenta, ponemos a caer de un burro la parida gehryana que nos toca más de cerca, ese pegote añadido a estilo melacargué a las bodegas Marqués de Riscal para completar la Ciudad del Vino de Elciego, el complejo enoturístico más visitado de la Rioja Alavaesa. Sobre ese tectónico churro, que tiene toda la pinta de haber sido diseñado en estado de embriaguez, confesó Gehry en su día: "He querido hacer algo excitante, de fiesta, porque el vino es placer". Pues para ti la perra gorda, principesco monstruo. ¡Chin, chin!