Hace pocas fechas visité, one more time, el Museo Thyssen-Bornemisza, una (im)pagable pinacoteca que los españolitos de a pie seguiremos disfrutando mientras la (oficiosa) baronesa homónima, uséase Tita Cervera, se deje llevar al huerto por los chupópteros gobernantes de turno, que siempre se las apañan, por lo civil o por lo criminal, para que la filántropa viudísima les preste durante un ratito más sus multimillonarios dibujitos. Esta última vez he acudido al Palacio de Villahermosa exclusivamente para recrearme en dos de los recorridos temáticos que seleccionan buena parte de su colección permanente con la (mal)sana intención de poner los dientes largos a todos los que sentimos verdadera pasión por el comercio y el bebercio. Y para despertar, de paso, la envidia cochina de mi tabernero al escuchar de mis labios el (inevitable) relato de los acontecimientos, para qué negarlo.
El caso es que entre los servicios que ofrece actualmente el museo capitalino se encuentran un par de tentadoras propuestas centradas, respectivamente, en la gastronomía y la cultura del vino en la colección Thyssen-Bornemisza. Y digo tentadoras con toda la carga semántica que el lector sea capaz de asimilar, porque me parece indiscutible esta milenaria sentencia de Terencio: "Sin Ceres y Baco, Venus se enfría"; o sea, sin comer(lo) ni beber(lo), de lo otro ni hablamos.
El primer recorrido parece diseñado (por Blanca Ugarte y Teresa de la Vega) para hacer bueno el dicho que asegura que comemos más por los ojos que por la boca: se trata de un paseo por cinco siglos de arte nutritivo que certifican los versos de Lord Byron: "Toda la historia de la humanidad / testimonia / que la felicidad del hombre / —pecador hambriento— / depende considerablemente / de cuándo comió la manzana, / de la comida". Entre los óleos escogidos podemos ir pegando bocados desde la primera comida (la de Adán y Eva) hasta la última cena, pasando por otros célebres banquetes históricos y mitológicos. La religión, el erotismo, el poder y las costumbres, siempre en estrecha relación con nuestro sustento, se dejan ver en una notable sucesión de retratos, bodegones y vistas parciales o generales que abarcan desde la figuración clásica al hiperrealismo contemporáneo pasando por la abstracción más vanguardista.
Pero, si provechosa resulta la primera muestra, aún más regocijante termina siendo la segunda, dedicada al líquido elemento que protagoniza mis desvelos cotidianos. De nuevo Teresa de la Vega, ahora en colaboración con el profesor Juan Pan-Montojo, es la encargada de seleccionar las muestras que fijan el devenir del binomio vino-pintura a lo largo de cuatro siglos (de 1509 a 1919). "Ligado a los rituales religiosos y a la vida cotidiana, privilegio de los poderosos y consuelo de desdichados, vehículo de sociabilidad y objeto de intercambio económico, estímulo de los sentidos y fuente de salud, el vino ha representado una importante fuente de inspiración artística", escriben los responsables del paseo en un apunte imposible de rebatir tras semejante borrachera pictórica.
De nuevo, lienzos y tablas (algunos de ellos incluidos igualmente en el recorrido anterior) representan los aspectos capitales de una condición humana que, ante el dilema formulado por el filósofo William James ("La sobriedad limita, discrimina y dice no; la ebriedad expande, une y dice sí"), siempre se ha dejado llevar por el positivismo, consciente de que los latinos sabían lo que se hacían cuando legaron a la humanidad dos de sus máximas más populares: carpe diem (aprovecha el momento) y memento mori (recuerda que has de morir).
Para aquellos que no tengan posibilidades de acercarse hasta el madrileño paseo del Prado para saciar su hambre y su sed, la web del museo ha colgado un par de didácticos y amenos prontuarios que, si bien no alimentan lo mismo, al menos sirven para atenuar la gazuza y el agostamiento, que no es poco en los tiempos que corren.