Las Bodegas Franco-Españolas son, sin lugar a dudas, uno de los estandartes de la Denominación de Origen Calificada Rioja. Fundadas en 1890 por el barón D'Anglade junto a un surtido selecto de socios franceses y españoles, su existencia se lo debe todo a una histórica desgracia: la filoxera que arrasó los viñedos de nuestros vecinos del norte a finales del siglo XIX y que obligó a los bodegueros más pertinaces a buscar refugio en zonas sanas, como los valles riojanos, donde se instalaron trayendo consigo las insuperables tradiciones bordelesas para seguir produciendo vinos de calidad.
Entre sus primeras creaciones se encontraba Diamante, una joya todavía por pulir que en las añejas publicidades conservadas de aquellos tiempos se anunciaba como "vino fino blanco estilo Sauternes" (debido a sus semejanzas con el mundialmente reconocido vino de postre girondino) y que desde muy temprano se convirtió en la bebida favorita de las damas de alto copete, lo que poco a poco le fue granjeando una fama que lo ha llevado a convertirse en el vino blanco riojano más vendido a día de hoy.
Mientras esto sucedía, la bodega se iba deshaciendo paulatinamente de sus inversores franchutes y, tras el tormentoso paso por sus despachos de la familia Ruiz Mateos y una vez resuelto el follón judicial consecuente a la expropiación de Rumasa, fue el empresario Marcos Eguizábal quien aflojó una billetada en 1984 para tomar las riendas de un próspero negocio que en la actualidad es regentado con similar eficacia por sus hijos, Carlos y Rosa.
La misión (auto)encomendada por los propios bodegueros para con sus productos es convertirse en "el vino de Rioja elegido tanto para la compra diaria como para las ocasiones especiales"; y a fe que lo consiguen: el centenario Diamante es el indiscutible bestseller de su categoría (en la que fue pionero) y, ciertamente, lo mismo vale para un roto que para un descosido: se trata de un caldo irreprochable, sin parangón entre los semidulces de precios populares, cuya ligereza, sin embargo, no termina de convencerme.
Sus uvas "proceden de viñedos seleccionados con más de 25 años, plantadas en suelos pobres arcillo-calcáreos con orientación sur. El rendimiento por cepa es bajo y su nivel de azúcar depende exclusivamente de la madurez del fruto". Su recolección "se realiza de forma manual, en pequeños envases y sólo durante la mañana o a última hora de la tarde (en el caso de los días calurosos). La fermentación se realiza en contacto con los hollejos y pulpa durante los primeros días" y se paraliza "con el objeto de obtener los azúcares naturales que aportan a este vino una de sus mayores peculiaridades: su ligero dulzor".
La nota de cata oficial lo presenta "de color amarillo pajizo con tonos dorados" y asegura que "expresa en nariz la complejidad aromática que aporta el perfecto ensamblaje de las variedades viura y malvasía". Se supone que "aromas florales, frutas exóticas y fruta de hueso, preceden a la excelente sensación en boca", resumida en "acidez espléndida, consistencia y untuosidad". Y todo eso está muy bien como propaganda, pero mucho me temo que un concepto como "complejidad" casa regular con semejante simpleza.
Hoy me he refrescado en la taberna con una copa diamantina únicamente para comprobar si mis viejos prejuicios seguían teniendo fundamento, y he constatado que sí, que todo sigue igual en un vino diseñado para paladares poco exigentes (sean femeninos o no) y bolsillos menesterosos. Nunca me han gustado los productos industrializados que salen al mercado tan seguros de sí mismos que ni siquiera respetan la mínima decencia exigida. Me repugnan los vinos que se lanzan a buscar bebedores sin mostrar sus señas de identidad. No soporto, por tanto, los caldos que escamotean al consumidor información básica (como su añada, escondida tras el maldito CVC) para evitar incomodidades futuras. Por eso, para mí, un Diamante (no) es para siempre.
Diamante
Viura y Malvasía
12% alcohol
DOCa Rioja
Bodegas Franco-Españolas, Logroño, La Rioja, España