13.5.14

Un mal (in)necesario

"La calidad y el precio no están relacionados de ninguna manera". Cuando uno se topa con una frase como esta, de inmediato le asalta una certeza: jamás logrará adivinar si su autor es Pero Grullo o alguna eminencia del saber enciclopédico, porque cualquiera de los dos extremos estaría encantado de apropiársela. En el caso que nos ocupa, sabemos que ha sido pronunciada por el británico Miles Thomas, que no parece ni lo uno ni lo otro (es psicólogo y consultor vinícola) pero que, merced a semejante paradoja, nos deja cautivos y desarmados, pues tan rotunda afirmación esconde la misma dosis de verdad que de mentira; o de verdad y mentira al mismo tiempo, pues alguna relación deben tener el precio y la calidad, aunque sea inversamente proporcional o cueste dios y ayuda encontrarla.

El caso es que, cegado por el cebo de la frasecita de marras, mientras nadaba a contracorriente entre las turbulentas aguas de la blogosfera, he picado un sugerente anzuelo. Entre sorbo y sorbo tabernario me he dejado seducir por una entrevista realizada al ambiguo comecocos por una de mis adoradas femmes fatales del wine business patrio, Maite Corsín. Pero, esta vez, el objeto de seducción no han sido las preguntas sino las respuestas, que ofrecen algunas interesantes pistas sobre los factores que influyen en la valoración de un vino.


Miles Thomas admite, de entrada, lo que (casi) nadie está dispuesto a reconocer en este negociado: que el elemento básico para distinguir entre no catadores, catadores y supercatadores no responde a un don divino, ni a un título académico pagado a plazos, ni a una herencia nobiliaria: lo que debería diferenciar a prescriptores y prescritos a la hora de hacer examen de conciencia enológica es el número de papilas gustativas que descansan sobre la lengua esperando a ser excitadas por San Bebercio, aunque rara vez nos encontraremos un informe médico que avale la categoría profesional de un catavinos.

Según relataba un artículito publicado hace algunas semanas por Madeline Puckette, los no catadores son aquellos que no llegan a alcanzar la quincena de papilas gustativas; son catadores medios quienes atesoran entre quince y treinta receptores sensoriales; y solo pueden ser considerados supercatadores unos cuantos escogidos, condenados a intensidad perpetua, que pueden presumir de tener más de treinta papilas gustativas. Eso es lo que (pre)dispone a cualquier ser humano para percibir con claridad las excelencias de un vino. Eso, sumado a "la experiencia y el aprendizaje" que permiten "desarrollar la sensibilidad". Pero, sobre todo, eso. El resto es parafernalia.

Según Larry Lockshin, director de la Escuela de Mercadotecnia de la Universidad del Sur de Australia, "el tiempo medio para comprar un vino son 38 segundos y las decisiones se toman por la etiqueta", aunque el propio profesor reconoce que en el concepto de "calidad percibida" intervienen otros factores: para consumidores de baja implicación, "el packaging es importante, como lo es el nombre de la marca, el precio y las medallas mostradas"; para los consumidores de alta implicación, los intereses se dirigen a "guías más esenciales tales como la región, el enólogo, críticas de especialistas y recomendaciones del vendedor". Por su parte, Miles Thomas va (mucho) más allá y añade que, a la hora de juzgar un vino, "influyen todos los elementos externos, el contexto en el que es bebido (la luz o la compañía) y la personalidad como la experiencia del catador, su salud, los impactos de la memoria olfativa". Por eso, "un vino que nos encantó en verano nos puede desagradar a la vuelta a casa", que es algo que, en mayor o menor medida, nos ha ocurrido a todos los reincidentes en el maravilloso arte de pimplar.


A lo que se ve, a la hora de desentrañar el aroma y el sabor de un vino lo de menos son las cualidades organolépticas del propio caldo. Pero todavía falta lo mejor: "Los puntos para el vino son necesarios, son una ficción que usamos para entender un producto complejo", confiesa el desentendido piscólogo, que desbarata sus aportaciones anteriores intentando justificar su dictamen: "El sistema de puntuación de Robert Parker nació de un deseo de democratizar el vino y su exclusividad. Parker puede ser visto como un ejemplo de la tradición empírica de cuantificación, y su método puede ser valorado como un triunfo del pragmatismo americano sobre el misticismo francés, o bien como un reduccionismo destructivo y simplista".

A mí me parece que un reduccionismo ficticio, destructivo y simplista nunca debería ser aceptado como un mal necesario, a menos que viniera acompañado de un certificado médico con la relación detallada, cuantitativa y cualitativamente, de las papilas gustativas del catador. Parafraseando a Thomas, la calidad, el precio y los puntos no están relacionados de ninguna manera, pero a nadie se le escapa que los puntos tienen precio. Como advertía el popular soneto de Lope de Vega, "quien lo probó lo sabe".