26.5.14

Cuando el hígado es la diana

Jot Down es, (in)discutiblemente, el mejor magacín cultural del momento. De España y de parte del extranjero. Definido a sí mismo como "contemporary culture mag", sus páginas (reales y virtuales) se afanan cada día en mantenerse fieles a sus postulados iniciales: "Analizar con humor las cosas serias, abordar la cultura y el ocio desde otra perspectiva y departir con sus protagonistas de forma diferente. [...] Entretener sin ser superficiales, informar sin caer en una frialdad impersonal". Su irrupción en la web se produjo el 16 de mayo de 2011 y su primera edición impresa salió a la calle en junio del año siguiente. Desde entonces, sus centenares de (larguísimos) artículos digitales reciben más de seiscientas mil visitas mensuales, cuya duración media se acerca a la hora, y sus monográficos en papel suman otras cuantas decenas de miles de lectores. Sus responsables barruntan que "el siglo XXI es y será la era del caos cultural" en la que "la cantidad sustituye a la calidad y el dictado de las agencias sustituye al cultivo del propio criterio". Por eso llevan ya tres años huyendo de todo ello y llamando a las cosas por su nombre.

Los contenidos de Jot Down, que yo leo con fruición en sus dos formatos (gratis total en la red y pagando algunos euros por la revista en papel), son de lo más variopinto, pero rara vez dejan indiferente. Esta tarde, mientras me adentraba en su inabordable fuente de sabiduría desde mi rinconcito tabernario, me he topado con un relato que no quiero dejar de compartir con todos los amantes de la priva. Se trata de la historia (inconclusa) de Andy Fordham, un dardista de élite cuya peripecia se ha convertido en el paradigma de las tempestuosas relaciones entre alcohol y deporte. El artículo viene firmado por E.J. Rodríguez y, dada su considerable extensión (cuya lectura completa recomiendo), extraigo aquí algunos párrafos que pondrán en un brete a los aficionados al bebercio y a las emociones fuertes:


"En sus mejores años de competición le llamaban 'el Vikingo'. No resulta extraño: medía 1,83 de altura y en algún momento llegó a estar cerca de los doscientos kilogramos de peso; además lucía tatuajes y una larga melena estilo mullet. No podía evitar llamar la atención aunque solamente fuese por su volumen corporal: a veces se le ha llamado 'el peso pesado de los dardos".
"Nació en Charlton, una zona de Londres. Nadie lo diría viendo su aspecto durante sus mejores años como lanzador de dardos, pero de joven fue un chaval muy atlético, delgado y tan rápido que todos le llamaban 'galgo'. Le gustaba mucho el fútbol, era un ávido seguidor del Glasgow Rangers y jugaba a la pelota siempre que podía, además de practicar el atletismo. Fue precisamente a través del fútbol y por pura casualidad como descubrió los dardos: a sus compañeros de equipo les faltaba una persona para poder echar unas partidas y pidieron a Andy que se uniera. [...] En 1995, con treinta y dos años, se clasificó para su primer campeonato mundial".
"No resulta sorprendente que a un jugador que acude por primera vez al campeonato le terminen consumiendo los nervios. Eso fue lo que le sucedió a Andy Fordham en 1995. Ya antes de la primera ronda descubrió que la situación le superaba. Se puso 'increíblemente nervioso' y decidió que la única manera de combatir aquel nerviosismo era bebiéndose unas cervezas. [...] A fin de cuentas, el moderno juego de dardos nació en los bares; en el mundillo anglosajón dan por hecho que la diana y las pintas de cerveza van prácticamente de la mano. Pero, naturalmente, un buen jugador querrá controlar su ingesta de alcohol para no perder la puntería, así que todo tiene sus límites".
"No controló demasiado la ingesta el día de su debut mundialista. Atenazado por la ansiedad antes de su primera eliminatoria, se dejó llevar: 'Bebí un montón. Y sucedió lo peor que podía suceder. Que funcionó. Llegué a las semifinales'. El alcohol, sorprendentemente, no le había quitado la puntería. En cambio sí había eliminado los nervios y la angustia de la situación. Le permitió salir a competir sintiéndose en calma. Estaba aislado del público, de las cámaras, de los ruidos. Le tranquilizó y le dejó centrarse única y exclusivamente en el tablero. Sí, había bebido unas cuantas cervezas, pero seguía jugando bien. En su mente, eso iba a marcar una asociación indeleble entre el alcohol y la alta competición, de la que ya no iba a poder desprenderse. [...] Algunas de las personas que lo conocieron en competición jurarían y perjurarían después que nunca lo habían visto borracho. Cuando en realidad lo que sucedió era precisamente todo lo contrario: que nunca lo habían visto sobrio".
"Desde 1995 hasta 2004 se clasificó todos los años para el campeonato mundial de la BDO, y eso que su consumo de alcohol en las competiciones iba en aumento conforme parecía aumentar su tolerancia a los efectos de la bebida. [...] Su récord, decían, estaba en sesenta botellas de cerveza diarias, más el licor que consumiera aparte. Aquello hubiese bastado para que cualquier individuo adulto tirase los dardos a las paredes. Pero él seguía jugando bien: no lanzaba los dardos a la pared, sino a la diana. No obstante se había convertido en un alcohólico, y en grado muy severo".
"En el año 2004, tras una década en la élite, llegó su consagración absoluta cuando consiguió finalmente ganar el título mundial. Bebiendo, cómo no. Y una vez más: 'fue lo peor que pudo haberme pasado'. Se convirtió en una celebridad [...]. Empezaron a hacerle entrevistas, solicitaban su presencia en exhibiciones o lo invitaban a actos sociales de todo tipo. Aquello le producía una ansiedad añadida: no se sentía preparado para afrontar todo el trajín mediático, para estar repentinamente bajo los focos. Pero siempre tenía su particular medicina a mano".
"Aquel mismo año 2004 en que se proclamó campeón participaba en una importante exhibición contra el otro campeón mundial vigente (el de la PDC) cuando sufrió un colapso en pleno torneo".
"Su nueva fama le permitió participar en un reality show televisivo donde algunos personajes famosos acudían para perder peso bajo la supervisión de entrenadores. [...] En 2005, mientras estaba a régimen, se clasificó de nuevo para el mundial, pero perdió en la primera ronda. Su descenso de peso estaba haciéndole perder la puntería. La energía cinética de su brazo cambiaba. Ya no era tan bueno como antes. [...] Aunque en el 2006 se clasificó de nuevo para el mundial, señal de que seguía perteneciendo a la élite, volvió a perder en la primera ronda".
"Aunque también se clasificó para el campeonato mundial del 2007 y se desplazó al evento, no llegó a jugarlo. Todo estaba preparado para la primera ronda cuando empezó a sufrir dolores en el pecho y una severa dificultad para respirar. Apenas podía caminar unos metros sin perder el aliento. Sentía que se estaba asfixiando. Evidentemente, algo grave le estaba sucediendo y ya no había manera de ocultarlo. Tuvo que ser hospitalizado de urgencia. [...] Los médicos le dijeron que sufría cirrosis hepática y que la enfermedad estaba muy avanzada. El alcohol había destrozado más de tres cuartas partes de su hígado".
"Hoy, a sus cincuenta y un años, ya es un feliz abuelo. Eso sí, nunca ha vuelto a ser el mismo jugador. Él mismo lo achaca, como decíamos, a que su cuerpo ha cambiado y que el delicado equilibrio de movimientos que requiere lanzar con puntería ha sufrido por ello. Pero también a problemas de espalda que padecía desde hace años pero cuyos dolorosos síntomas ya no puede mitigar con el alcohol. Ha continuado recibiendo invitaciones para algunos torneos y exhibiciones importantes. Sus resultados ya no son buenos pero Fordham no se rinde y continúa intentando recuperar la forma. De todos modos, sigue vivo, que es lo más importante".


La fábula de las aventuras y desventuras de Andy Fordham esconde una moraleja evidente, aunque para recomendarnos beber con moderación se bastan y se sobran las autoridades sanitarias. Lo que parece claro es que nadie necesita sesenta cervezas diarias para ser campeón deportivo. O sí.