23.4.14

Vino de hierro y cordobán

Desde 1996, cada 23 de abril se celebra, con el aval de la Unesco, el Día Internacional del Libro y del Derecho de Autor. Se eligió esta fecha porque las convenciones la señalaban como el día más funesto de la historia de la literatura universal, dando por bueno que Miguel de Cervantes, William Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega la diñaron en la misma jornada del año 1616, aunque, en realidad, el 'Príncipe de los Ingenios' murió un día antes y el 'Bardo de Avon' el 23 de abril del calendario juliano, que viene a ser el 3 de mayo de nuestro calendario gregoriano. Pero, entre la leyenda y la verdad, los gerifaltes de la mercadotecnia globalizadora optaron por la leyenda, como la prensa en 'El hombre que mató a Liberty Valance'.

El caso es que, en España, el sector libresco aprovecha la efeméride para vender algunos miles de ejemplares que el resto del año cuesta sangre, sudor y lágrimas encasquetar, al tiempo que las autoridades estatales hacen entrega del premio Cervantes, que esta vez ha recaído en la escritora mexicana Elena Poniatowska. Los más clásicos, en cambio, preferimos rendir tributo al libro releyendo algún pasaje del más insigne de entre los escritos en nuestra lengua, Don Quijote de la Mancha. Este año, el tabernero y yo hemos seleccionado para la ocasión un trasunto de nuestras ordinarias tribulaciones: un divertido pasaje incluido en el capítulo XIII de su segunda parte. En él, mientras el Caballero de la triste Figura y un desconocido Caballero del Bosque debaten sus respectivas cuitas amorosas, sus escuderos se escabullen con la noble intención de permitir que sus amos "se den de las astas". Sancho Panza y el paje del Bosque se enzarzan en una suerte de entremés que tiene al vino como protagonista y que dice así:


"Escupía Sancho a menudo al parecer un cierto género de saliva pegajosa y algo seca; lo cual visto y notado por el caritativo bosqueril escudero, dijo:
—Paréceme que de lo que hemos hablado se nos pegan al paladar las lenguas, pero yo traigo un despegador pendiente del arzón de mi caballo que es tal como bueno.
Y, levantándose, volvió desde allí a un poco con una gran bota de vino y una empanada de media vara, y no es encarecimiento, porque era de un conejo albar tan grande, que Sancho, al tocarla, entendió ser de algún cabrón, no que de cabrito; lo cual visto por Sancho, dijo:
—¿Y esto trae vuestra merced consigo, señor?
—Pues ¿qué se pensaba? —respondió el otro—. ¿Soy yo por ventura algún escudero de agua y lana? Mejor repuesto traigo yo en las ancas de mi caballo que lleva consigo cuando va de camino un general.
Comió Sancho sin hacerse de rogar, y tragaba a escuras bocados de nudos de suelta, y dijo:
—Vuestra merced sí que es escudero fiel y legal, moliente y corriente, magnífico y grande, como lo muestra este banquete, que si no ha venido aquí por arte de encantamento, parécelo a lo menos, y no como yo, mezquino y malaventurado, que solo traigo en mis alforjas un poco de queso tan duro, que pueden descalabrar con ello a un gigante; a quien hacen compañía cuatro docenas de algarrobas y otras tantas de avellanas y nueces, mercedes a la estrecheza de mi dueño, y a la opinión que tiene y orden que guarda de que los caballeros andantes no se han de mantener y sustentar sino con frutas secas y con las yerbas del campo.
—Por mi fe, hermano —replicó el del Bosque—, que yo no tengo hecho el estómago a tagarninas, ni a piruétanos, ni a raíces de los montes. Allá se lo hayan con sus opiniones y leyes caballerescas nuestros amos, y coman lo que ellos mandaren; fiambreras traigo, y esta bota colgando del arzón de la silla, por sí o por no, y es tan devota mía y quiérola tanto, que pocos ratos se pasan sin que la dé mil besos y mil abrazos.
Y diciendo esto se la puso en las manos a Sancho, el cual, empinándola, puesta a la boca, estuvo mirando las estrellas un cuarto de hora, y en acabando de beber dejó caer la cabeza a un lado, y dando un gran suspiro dijo:
—¡Oh hideputa, bellaco, y cómo es católico!
—¿Veis ahí —dijo el del Bosque en oyendo el hideputa de Sancho— como habéis alabado este vino llamándole «hideputa»?
—Digo —respondió Sancho— que confieso que conozco que no es deshonra llamar «hijo de puta» a nadie cuando cae debajo del entendimiento de alabarle. Pero dígame, señor, por el siglo de lo que más quiere: ¿este vino es de Ciudad Real?
—¡Bravo mojón! —respondió el del Bosque—. En verdad que no es de otra parte y que tiene algunos años de ancianidad.
—¿A mí con eso? —dijo Sancho—. No toméis menos sino que se me fuera a mí por alto dar alcance a su conocimiento. ¿No será bueno, señor escudero, que tenga yo un instinto tan grande y tan natural en esto de conocer vinos, que, en dándome a oler cualquiera, acierto la patria, el linaje, el sabor y la dura y las vueltas que ha de dar, con todas las circunstancias al vino atañederas? Pero no hay de qué maravillarse, si tuve en mi linaje por parte de mi padre los dos más excelentes mojones que en luengos años conoció la Mancha, para prueba de lo cual les sucedió lo que ahora diré. Diéronles a los dos a probar del vino de una cuba, pidiéndoles su parecer del estado, cualidad, bondad o malicia del vino. El uno lo probó con la punta de la lengua; el otro no hizo más de llegarlo a las narices. El primero dijo que aquel vino sabía a hierro; el segundo dijo que más sabía a cordobán. El dueño dijo que la cuba estaba limpia y que el tal vino no tenía adobo alguno por donde hubiese tomado sabor de hierro ni de cordobán. Con todo eso, los dos famosos mojones se afirmaron en lo que habían dicho. Anduvo el tiempo, vendióse el vino, y al limpiar de la cuba hallaron en ella una llave pequeña, pendiente de una correa de cordobán. Porque vea vuestra merced si quien viene desta ralea podrá dar su parecer en semejantes causas.
—Por eso digo —dijo el del Bosque— que nos dejemos de andar buscando aventuras; y pues tenemos hogazas, no busquemos tortas, y volvámonos a nuestras chozas, que allí nos hallará Dios, si Él quiere.
—Hasta que mi amo llegue a Zaragoza, le serviré, que después todos nos entenderemos.
Finalmente, tanto hablaron y tanto bebieron los dos buenos escuderos, que tuvo necesidad el sueño de atarles las lenguas y templarles la sed, que quitársela fuera imposible; y así, asidos entrambos de la ya casi vacía bota, con los bocados a medio mascar en la boca, se quedaron dormidos, donde los dejaremos por ahora, por contar lo que el Caballero del Bosque pasó con el de la Triste Figura".