21.4.14

Elogio y refutación de la nota de cata

Enredando en internet (bendito pleonasmo) desde mi rinconcito tabernario, mientras me entrego al bebercio cotidiano, aterrizo en uno de mis destinos vinícolas favoritos: Wine Folly. De cuando en vez suelo darme un garbeo por las virtuales páginas de este encantador blog norteamericano para solazarme entre sus adorables infografías, tan útiles para descansar la mente de los tópicos, prejuicios y redundancias consustanciales al universo enológico. Pero algunas veces me irrita sobremanera su simplismo. Como hoy, sin ir más lejos.


La generala del citado canal, Madeleine Puckette, se ha enfundado el disfraz de master of wine y ha dedicado su último escrito a enumerar los pasos a seguir para escribir lo que, bajo su particular punto de vista, debe ser una excelente nota de cata, cayendo en el mismo reduccionismo que ha provocado que la red de redes se encuentre aturdida en la actualidad por un constante cacareo de notas perfectamente intercambiables entre sí, con independencia de variedades, crianzas, procedencias o casas comerciales.

Los (escasos) lectores familiarizados a estas alturas con las tres o cuatro obsesiones omnipresentes en The Wine Accuser saben bien que, en lo tocante a la valoración sensorial del vino, aquí hemos optado por un género bastardo: la (anti)cata; esto es, una heterodoxa mezcla de información deslavazada, subjetivismo atroz y fisking a raudales que busca, primordialmente, elogiar o refutar lo que la crema de la intelectualidá enológica publica a diestro y siniestro, incluyendo la perniciosa propaganda escupida por los asalariados de bodegas, viñedos y consejos reguladores.

Sostiene la friki Puckette (el calificativo es suyo, no mío) que, en la última década, las notas de cata vinícolas se han tornado meras valoraciones de los consumidores con tendencia a ser imparciales; y, aunque solo en parte, lleva razón: ciertamente, hay una corriente mayoritaria que se dedica a copiar y pegar o, en el peor de los casos, a modificar subrepticiamente las notas oficiales, que funciona como una red de altavoces (des)interesados a medio camino entre la secta y el rebaño. No es que pretendan ser imparciales; es que no alcanzan a ser parciales. Copean; no beben. Pimplan; no catan. Conforman una caterva licenciada en gramática parda que, como mucho, atesora el conocimiento justo para saltar del Ctrl+C al Ctrl+V. Poco más.

Pues bien, a esta horda de la necedad, la extravagante Puckette la anima a seguir transitando por la senda de la estupidez: para comenzar, descríbanse los aromas primarios (procedentes de la variedad y el terroir), secundarios (del proceso de elaboración) y terciarios (del envejecimiento y la madera); continúese con el cuerpo, los taninos y la acidez; entre medias, un consejo: enumérense primero los sabores más obvios; por último, póngase especial cuidado en el momento de definición del caldo, que puede marcar, según la adoctrinadora, "la diferencia entre un vino de 89 puntos y un vino de 95 puntos".


Por lo visto, missy Puckette cata como quien contempla un telefilme: si hay happy end, lo que le precede se vuelve más digerible. La mandamás de Wine Folly apuesta, así, por un circo mediático clónico, impersonal, sin voz y sin talento; por el continuísmo de un endogámico microcosmos en el que ninguna voz suene más alta que otra; por la perpetuación de una especie depredadora de intelectos que, por desgracia, jamás sabrá lo que es estar en peligro de extinción.