26.12.13

Cuento de Navidad

El Hombre llevaba algunas semanas dejándose caer por la taberna. Cuando su economía doméstica lo permitía, se apostaba en la barra y pedía una copa de vino tinto, sin aportar más señas. Invariablemente, cada vez que eso sucedía, yo observaba con lastimosa comprensión cómo el tabernero rebuscaba entre sus caldos hasta dar con el más barato, sin duda receloso de la solvencia económica de su particular cliente.

La secuencia se repetía una y otra vez: el Hombre acudía de ordinario a la taberna haciendo alarde de un consciente desaliño, envuelto en ropajes raídos cuyo último paso por la lavadora parecía haber tenido lugar un siglo atrás; sus blanquecinos cabellos se arremolinaban sobre el nacimiento de la espalda en infinitos caracolillos que evidenciaban cierta alergia a la peluquería, algo que no podía esconder por culpa de una indiscreta barba que anunciaba su edad a gritos. El Hombre, forzosamente desaseado, arrastraba un olor en el que se confundía la vida a la intemperie con el alcohol que hace las veces de estufa de los desamparados en el invierno de la vida. Una cojera consecuencia de una mala corná le aportaba un aire de arquetípico clochard, y un carrito del que tiraba con la desidia del que acarrea lastre sin recordar muy bien el porqué se había convertido en su único e inseparable amigo.

El reiterativo ritual incluía una atropellada charla en la que que el Hombre despachaba con el tabernero, y ocasionalmente con otros fieles de su alcohólica parroquia, acerca de la más rabiosa actualidad, entre delicados acercamientos a una copa que para él significaba algo más que un triunfo cotidiano.


La tarde del día de Nochebuena el Hombre pasó por la taberna y pidió una botella de 'su' vino al tabernero, que le respondió con un mohín que no acertó a ocultar su desconcierto. ¿Cuál era 'su' vino? ¿Tendría dinero suficiente para apoquinar una botella entera? Esas y otras preguntas rumiaba el tabernero para sus adentros mientras yo lo observaba con la misma lastimosa comprensión de siempre. Mas no tuvo tiempo de dar muchas vueltas al tarro porque el Hombre se anticipó a sus sondeos y concretó su demanda: quería una botella de ese vino de Toro que habían cambiado de estante en los últimos días; un vino que definió tan atropelladamente como de costumbre, emparentándolo con la sangre de toro aunque su nombre alude, en realidad, a una ciudad celtíbera de filiación numantina.

Sin salir de su desconcierto, más receloso que nunca de la solvencia económica de su particular cliente, el tabernero se hizo el remolón todo lo que pudo, buscando estérilmente el auxilio de sus compañeros de faena y de una parroquia incapaz de desembarazarse de sus prejuicios, que contemplaba atónita la escena. Cuando ya no pudo retrasar más la entrega, retiró el vino de Toro de su anaquel, lo embolsó en su plástico correspondiente y anunció su elevado coste al Hombre, que sacó diligentemente de su bolsillo un fajo de billetes del que extrajo justo lo necesario para saldar su cuenta. Antes de abandonar la taberna, ante la estupefacción de los allí presentes, el Hombre deseó a todos felices fiestas, tan atropelladamente como siempre pero con un orgullo inédito: el triunfo cotidiano había sido superado y el Hombre atravesó la puerta de salida mascullando no sé qué del homenaje que se iba a dar.

Yo seguía observando emocionadamente la escena, que ahora se había quedado sin su protagonista principal, intentando adivinar sin demasiado éxito cuál podría ser su moraleja. En ello andaba cuando apuré el último trago, antes de marchar cabizbajo hasta mi casa con la inútil autoexigencia de intentar cumplir los deseos del Hombre al calor del hogar familiar, sin poder arrancarme de la mente la idea de que a lo peor sería él el único plenamente feliz esa noche, con su sangre de toro, su intemperie y su homenaje.